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La vida y obra del Che Guevara suscitó, en los años inmediatos después de su muerte, un notable número de biografías. Probablemente, ninguna personalidad histórica de este siglo luego de perecer recibió una atención tan extendida, numerosa y variada en biografías publicadas en tan breve tiempo. Sin embargo, la mayoría de estas biografías contribuyeron más a tergiversar que a explicar correctamente la vida del Che. Casi todas escritas en breve lapso, resultaron carentes de rigurosidad y seriedad. Sus autores cedieron al afán de lucro y de promoción individual, aprovechándose del interés universal que despertaba la personalidad del Guerrillero Heroico. 
Algunos de ellos trabajaron por encargo de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA) y otros hicieron diversas interpretaciones superficiales, capciosas e intencionadas, movidos por su ideología y valores políticos ajenos o contrarios al pensamiento y la acción del Che.
Cuando estaba a punto de tomar los hábitos, Celia de la Serna conoció a través de unos amigos a Ernesto Guevara Lynch, un apuesto ingeniero de ideas socialistas, muy culto, que había sido expulsado del Colegio Nacional por pegarle una cachetada a Jorge Luis Borges, después de que éste lo acusó frente a un profesor, diciéndole: “Señor, este chico no me deja estudiar”. Celia era menor de edad, pertenecía a una familia muy católica y adinerada, y vivía en una amplia casa que compartía con algunos de sus seis hermanos. Su padre, Juan Martín de la Serna, había sido militante radical en su juventud y había participado junto a Guillermo Lynch, tío de Ernesto, en la fallida revolución de 1890.
Cuando la familia de Celia se dio cuenta de que entre los dos jóvenes había más que una simple amistad, comenzó una suerte de “guerra”. Firme en sus decisiones, ella se fue a vivir a lo de una tía para poco después casarse, en 1927. Con parte del dinero que Ernesto había recibido de la herencia de su padre compraron varias hectáreas de tierra en Puerto Caraguatay, provincia de Misiones, donde se establecieron para dedicarse a la plantación de yerba mate. Ella fue una de las precursoras en cortarse el pelo a la garçon, fumar y cruzar las piernas en público. En seguida Celia quedó embarazada y decidieron ir a Buenos Aires para el nacimiento del niño. Acompañados por Raúl Guevara Lynch, viajaron en barco por el río Paraná. Pero en Rosario, donde bajaron para arreglar unos trámites, comenzó inesperadamente el trabajo de parto. El 14 de junio de 1928, a las 3 y 5, nació Ernesto en la maternidad del Hospital Centenario, el mismo día y mes de nacimiento que José Carlos Mariátegui, uno de los revolucionarios cubanos del fin del siglo XIX. Dos días más tarde siguieron hasta la Capital. El bebé padeció una bronconeumonía muy fuerte y casi pierde la vida, pero atendido a tiempo por buenos médicos pudo recuperarse.
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Después de arreglar asuntos de trabajo y visitar a los numerosos parientes, volvieron a Misiones. Contrataron a una muchacha, Carmen Arias, para que los ayudara con los cuidados del niño. En medio de la naturaleza, comenzó a dar sus primeros pasos. Ernesto, después de sus ocupaciones, disfrutaba cabalgando junto a su primogénito por los paisajes misioneros.
De vez en cuando viajaban a Entre Ríos, donde vivía Edelmira de la Serna en una gran estancia junto a su familia.
A fines de 1929 volvieron a Buenos Aires porque Celia estaba a punto de dar a luz. Esta vez fue una niña, a la que bautizaron con su mismo nombre. Se instalaron en San Isidro, cerca del astillero que regenteaba Ernesto. Durante los meses de verano la familia pasaba los días en el Club Náutico. Una tarde, al volver a la casa, notaron que Ernestito tenía fiebre y no dejaba de tiritar. El médico diagnosticó bronquitis, pero una vez curada ésta, el asma quedó instalada. Había temporadas en que no sufría, pero luego volvía a atacarlo. Una de las primeras frases que aprendió a balbucear fue “papito, inyección”, ya que era consciente de que sin los medicamentos no podía respirar. Sus padres pasaban noches enteras junto a su cama. Ernesto dormía sentado en la cabecera para que su hijo, recostado sobre su pecho, soportara mejor el asma. Como el aire del Río de la Plata no lo favorecía, toda la familia se mudó al Centro, a un departamento de la calle Bustamante. Allí nació el tercer hijo, Roberto.
1932
Ya que carecían de serios problemas económicos, y los diferentes trabajos de Ernesto lo obligaban a trasladarse por distintas provincias, viajaban constantemente. Pasaban largas temporadas en Santa Ana de Irineo Portela, provincia de Buenos Aires, donde la abuela Ana Isabel Lynch Ortiz tenía una importante estancia que constituía el vínculo de unión familiar. Madre de doce hijos, disfrutaba de la presencia de ellos y de sus descendientes. Quizá por la enfermedad que muchas veces le impedía jugar con sus primos y lo hacía permanecer quieto entre los mayores, Ernesto se convirtió en el nieto preferido. Siempre entusiasmado por aprender cosas nuevas, en la estancia aprendió a fabricar manteca y queso, y a curar a los animales. Se negaban a comer pollo, diciendo que eran pequeños y que no se sabían defender. Como no le gustaba que lo trataran de “usted”, modalidad de entonces, exigía a los peones que lo tutearan o simplemente le dijeran “che”.
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Siguiendo las recomendaciones del médico, la familia se trasladó a Alta Gracia, Córdoba. El clima de montaña le sentó muy bien a Ernestito y el asma disminuyó considerablemente. Se instalaron en el hotel La Gruta, pensando que se trataba sólo de una temporada, pero al comprobar que allí era el lugar donde su hijo sufría menos, se fueron quedando con la esperanza de que en algún momento la enfermedad desapareciera. Ernesto debió buscar trabajo en la zona, y se dedicó a dirigir algunas construcciones. Eso le dio la posibilidad a Ernestito de conocer a la clase obrera que trataba con su padre y compararla con la suya. Supo lo que era la miseria compartiendo sus días de juegos con los hijos de los mineros y los peones de campo. Durante los veranos, la familia visitaba Mar del Plata y los inviernos los pasaba en Achala, donde disfrutaba de la nieve.
Vivir en el hotel salía demasiado caro. Encontraron una linda casa en Villa Chiquita que alquilaban a un precio muy accesible. Sin pensarlo demasiado, se mudaron allí después de realizar los arreglos indispensables. Más tarde se enteraron de que en el pueblo se decía que la casa estaba embrujada y a eso se debía el precio.
Allí nació la cuarta hija del matrimonio, Ana María. Como Ernestito no podía ir a la escuela por sus ataques de asma, fue su madre quien le enseñó a leer y escribir. Sólo pudo cursar regularmente segundo y tercer grado en la escuela San Martín. El quinto y sexto los hizo yendo como pudo al colegio Manuel Solares gracias a la ayuda de sus hermanos, que copiaban los deberes para que después él estudiara. En la casa se hacían reuniones donde se discutía acerca de todo lo que pasaba en el mundo. Por aquella época, Ernesto hijo estaba muy interesado en la Guerra Civil Española, y apoyaba al gobierno republicano. Juntaba los recortes que salían en los diarios y en su habitación tenía un mural donde seguía paso a paso el desarrollo de la guerra, colocando banderitas.
También había construido con sus amigos una línea de trincheras en un terreno cercano y jugaban a “la guerra española”. Más tarde se asoció a la Acción Argentina contra el avance de la penetración nazi en América y acompañaba a su padre a los actos, orgulloso de lucir su carnet de juventud de la organización.
Cuando el asma lo obligaba a quedarse quieto, aprovechaba para leer alguno de los libros de la gran biblioteca de su padre. Entre muchos, descubrió a Gandhi, que lo emocionó profundamente. También practicaba el tiro al blanco y jugaba al ping-pong en una mesa que él mismo se había fabricado. En las piletas del Sierras Hotel, donde tomaba clases de natación, conoció a los hermanos Carlos y Alberto Figueroa, este último un buen ajedrecista con quien pasaba días enteros jugando. En 1939 conoció al ajedrecista cubano Capablanca.
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1941
A los 13 años decidió ir con su hermano Roberto a trabajar. Se habían enterado de que por recoger uvas en la vendimia pagaban un peso diario. Obtuvieron el permiso de sus padres y partieron con sus mochilas. Pero a los pocos días debieron volver, enfermos por la cantidad de uvas que habían comido. Fue su primer salario y, como lo había prometido, se lo envió orgulloso a su abuela. En mayo de 1943 nació su hermanito Juan Martín, a quien más tarde iba a enseñarle versos ateos para que los repitiera frente a sus tías, que se escandalizaban al oírlos. El bachillerato lo cursó en el liceo Deán Funes, una escuela pública en la capital cordobesa, en lugar de ir a la Monserrat, donde estudiaba la aristocracia. Allí tuvo un incidente con la profesora de historia, de apellido Beruato: se había producido el golpe militar en el país y ella comenzó a hablar sobre la promesa de los militares de dar cultura a todo el pueblo.
El se rió en plena clase y ella le preguntó por qué lo había hecho. Respondió que los militares no le iban a dar cultura al pueblo “porque si el pueblo era culto no los aceptaría”. La profesora se asustó y lo sacó del aula. Estuvo en el liceo hasta 1946. Mientras cursaba quinto año, junto a su amigo Tomás Granado, hizo un curso de laboratorista. Este le presentó a su hermano mayor, Alberto, quien estudiaba medicina. Durante una huelga universitaria cayó preso y Ernesto lo visitó en la cárcel. El amigo le pidió que hicieran protestas, mitines, pero él le respondió que si no le daban una pistola no salía a la calle.
Por ese entonces estaba enamorado de una chica a la que apodaban La Negrita, hija de un poeta; pero en los bailes seguía con su costumbre de sacar a bailar a las más feas para que no se quedaran sin hacerlo. El verano de 1945 la familia volvió a pasarlo en Mar del Plata, donde tuvo la oportunidad de conocer al gran ajedrecista Miguel Najdorf.
1946
Ernesto tenía pensado comenzar la carrera de ingeniería pero debió viajar a Buenos Aires porque la abuela estaba muy grave. Había sufrido un derrame cerebral y él se quedó diecisiete días junto a su cama hasta que murió. Al sentirse impotente para salvarle la vida, meditó que tenía que ser médico. Fue así como se inscribió en la Facultad de Medicina de la Ciudad de Buenos Aires.
Se presentó al servicio militar pero lo declararon “no apto” a causa del asma. En marzo de 1947 toda la familia se trasladó a Buenos Aires y ocupó la casa que había sido de la madre de Ernesto, en Arenales y Uriburu. Al año se mudaron a un departamento en Aráoz 2180. Hacía tiempo que el matrimonio no se llevaba bien y decidieron separarse a medias. Además de las infidelidades de Ernesto, Celia estaba cansada de las aventuras económicas que emprendía y casi siempre fracasaban. El se instaló en un pequeño departamento de la calle Paraguay pero visitaba todos los días la casa familiar. En la facultad, Ernesto hijo conoció a una compañera muy culta, quien adquiriría relevante importancia en su vida: Berta Gilda Infante (Tita). Ella estaba muy enamorada pero más que novios fueron grandes amigos. A pesar del asma y de las continuas recomendaciones jugaba al rugby en el San Isidro Club (SIC), que había sido fundado por su parte, y se destacaba como tacleador fuerte. Junto a sus compañeros de equipo sacaron la revista “Tackle”, que tuvo 11 números. El escribía con el seudónimo de Chang Cho. Como no estaba de acuerdo con que su padre lo mantuviera consiguió trabajo como enfermero en la Flota Mercante del Estado, en los bancos petroleros. También se desempeñó como practicante en Sanidad Municipal y como empleado en la sección de Abastecimientos de la Municipalidad porteña, además de trabajar en el laboratorio de alergia del doctor Pisani.
Junto a su amigo Carlos Figueroa decidieron fabricar insecticidas, que ellos mismos preparaban a base de Gammexane y talco en el garaje de su casa. Quisieron ponerles a sus productos el nombre Al Capone (porque no dejaba nada vivo), pero no se lo permitieron; entonces los llamaron Vendaval. También vendieron zapatos baratos por la calle que habían comprado en un remate. En 1949 viajaron a Córdoba, juntos, “a dedo”.
1950
El 1e de enero salió a recorrer las provincias con Alberto Granado, en una bicicleta a la que habían colocado un pequeño motor. Todas las tardes se detenían debajo de un árbol y Ernesto aprovechaba para estudiar. Al pasar Mar del Plata escribió en su diario: “Alberto conoció esta noche a un viejo amigo mío, el mar”. Recorrieron 4.500 kilómetros. Sin abandonar los estudios, se embarcó en enero de 1951 para trabajar de enfermero en un buque petrolero del Estado. Recorrió la costa argentina, San Pablo (Brasil), Venezuela y Trinidad, en el Caribe, mientras leía a Marx y a Engels. De regreso viajó con su familia a Córdoba por el casamiento de Carmen González-Aguilar. Allí conoció a Chichina Ferreira, de dieciséis años, y se enamoró. Se quiso casar de inmediato, proponiéndole una luna de miel recorriendo América en una casa rodante, pero los padres de ella no lo aceptaron. Lo tildaron de comunista por atacar a Churchill y regalarle a Chichina un libro sobre Gandhi. A pesar de vivir a 700 kilómetros de distancia, siempre que podía viajaba a Córdoba para visitarla. Estuvieron juntos hasta 1952, cuando le avisó que se iba a recorrer América, en compañía de Alberto Granado.
1952
Partieron de Córdoba en una vieja motocicleta Norton, propiedad de Granado, con la que pensaban llegar hasta los Estados Unidos. La primera parte del viaje la hicieron en sentido contrario, hacia el sur, porque querían conocer la zona de los lagos patagónicos y pasar antes por Miramar, donde estaba veraneando Chichina. Pasaron la fiesta de Año Nuevo con la familia Guevara en Buenos Aires. Y el 4 de enero salieron hacia la costa. En el camino se encontraron con un hombre que vendía cachorros de pastor alemán y compró uno para regalarle a su novia: Come Back. A cambio, ella le dio una pulsera de oro. Pasaron felices días de romance hasta que los dos jóvenes partieron hacia Bahía Blanca. Sin saberlo, era la despedida, ya que a su regreso, nueve meses más tarde, Chichina se había comprometido con otro muchacho. El 28 de enero llegaron a una población llamada Los Angeles. Durmieron en el cuartel de bomberos. A mitad de la noche sonó la alarma y el jefe los dejó participar en el incendio. Ernesto salvó a un gatito que quedó como mascota del cuartel. Siguieron el viaje por el sur y cruzaron a Chile, donde estuvieron en las minas de Chuquicamata para ver la vida de los mineros. En ningún momento dejó de enviar cartas a sus familiares, donde iba haciendo un análisis económico, político y social de los países que atravesaba. En ellas también iba poniendo sus reflexiones, que indicaban su creciente tendencia hacia el comunismo. Casi siempre se trasladaban en camiones. Subieron hasta Bolivia y el 30 de abril llegaron Perú, y se quedaron veinte días en Lima. Allí conocieron al doctor Pesce, célebre médico leprólogo. Se hicieron muy amigos y visitaron varias veces el dispensario donde estaban los enfermos. En Colombia se sorprendieron por la cantidad de policía que había en las calles. Pudieron asistir a un partido de fútbol entre el Real Madrid y River, gracias a entrevistarse con Alfredo Distefano, quien les regaló dos entradas. Cruzaron a Venezuela, donde conocieron a un periodista con quien mantuvo una discusión donde se le escuchó decir a Ernesto: “Yo prefiero ser indio analfabeto a millonario norteamericano”. El 8 de junio llegaron navegando por el río Amazonas al Lazareto de San Pablo, Brasil, conocido mundialmente como uno de los sitios más inhóspitos donde se curaba a enfermos del mal de Hansen. Ernesto quiso ponerse a prueba y cruzó a nado el río, que en esa zona tiene un ancho de 1.600 metros. Tardó casi dos horas. En Venezuela se despidió de Alberto, quien había conseguido trabajo allí. Siguió en un avión que transportaba caballos de carreras hasta Miami, donde iba a quedarse un solo día. Pero por un desperfecto técnico en el motor, el avión despegó veinte días más tarde. Se quedó en esa ciudad con un dólar en el bolsillo, viviendo en una pensión a cambio de la promesa de enviar el dinero apenas pisara Buenos Aires, adonde llegó en setiembre.
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1953
De vuelta, se propuso terminar la carrera de medicina antes de marzo del 1953. Ya tenía preparado un viaje para el mes de julio y debía apurar los exámenes. Le quedaban quince materias y las rindió estudiando las noches en casa de su tía Beatriz, que nunca se había casado y se dedicaba de lleno a su sobrino preferido, al que le cebaba mate durante toda la noche. Apenas se graduó comenzó con los preparativos para su nueva travesía. Esta vez, su acompañante fue su amigo de la infancia Carlos Ferrer (“Calica”), hijo de un médico especialista en pulmones. En la fiesta de despedida que le organizaron, se le escuchó decir a Celia a una amiga: “Lo pierdo para siempre”. Partieron una tarde gris y fría de julio desde la estación Retiro. Familiares y amigos fueron a despedirlo. Vestía un pantalón de fajina verde y tenía la cabeza rapada. Cuando el tren comenzó a andar, asomado a la ventanilla revoleaba un bolsón mientras gritaba: “¡Aquí va un soldado de América!”.
El 7 de julio de 1953 Ernesto Guevara y su amigo “Calica” Ferrer emprendieron su viaje por Latinoamérica. Llegaron en tren hasta La Paz, Bolivia, donde alquilaron un viejo departamento. Ernesto se había propuesto conseguir trabajo como médico y le gustó la idea de ejercer en una mina de estaño, donde podía tener contacto con la clase obrera.

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